29 marzo 2011

Publicidad y palabrotas

Recuerdo los siete años de bachillerato, ningún profesor me mandó, me sugirió, leer un libro y soy tajante a pesar de ser injusto: don Francisco Alcántara, premio Nadal del 1954, me enseñó poco griego, pero me regaló libros que no me atreví a llevar a casa. Una sólida excepción. Por supuesto que el uso de los periódicos en las aulas no pasaba por la mente de los más iluminados, para algunos ya entonces el papel prensa era el As y solo los deportes y para otros Informaciones, Ya o Pueblo eran productos venenosos. Únicamente recuerdo la prensa local en las casas y bares y El Caso, aquel casi tabloide de sucesos que duró en los quioscos hasta bien entrados los 80. Tampoco recuerdo el uso de los diccionarios, en las casas había alguno, en las aulas solo para lenguas muertas y extranjeras; pero el diccionario de español ¿quién? ¿Para qué? La adquisición de vocabulario era tardía, deficiente y aleatoria, aprendías las palabras a través de la cultura oral y de una voluntad lectora ajena a la escuela. Le debo mucho a un mediocre escritor que leí a escondidas desde muy niño, Álvaro de Laiglesia, y a sus títulos insinuadores de pecado. Pero, eso sí, la picaresca siempre fue sabia consejera y el diccionario se volvió en algunos casos un pequeño objeto de culto, aquel libro lleno de palabras, en aquel libro buscabas significados de palabrotas, lo intentabas; pero no te aclaraban mucho, te envolvían de sinónimo en sinónimo como si aquellos viejos lexicógrafos tuviesen miedo a explicarte qué era una alcahueta porque la sotana, la mala conciencia o el censor les echasen el aliento tras la oreja y que tú nunca encontrases claramente voces como puta, meretriz, coito, fornicio... en el viejo Aristos o en la enciclopedia Vergara con su águila imperial tatuada en la portada y presente en todas las escuelas, cual crucifijo y retratos de rigor, mortis. Siempre llegabas a un bucle a los diez años en el que significante, significado y objeto te volvían loco, no aclarabas nada y tenías que acudir a la fuente, al chavalote de catorce, con la reválida de 4º aprobada y con más mundo que tú. He ahí las fuentes de la verdad. La realidad se ocultaba a sabiendas y con alevosía y a veces me da la impresión de que hoy, con luces, taquígrafos y Wikileaks en abundancia, queremos esconder lo que no gusta, por ejemplo, cuando se desata la polémica sobre la publicidad de la prostitución más o menos encubierta en los periódicos editados en papel y se argumenta, para prohibirla, que esos ejemplares se distribuyen en los colegios e institutos donde son usados como material didáctico desde hace dos o tres décadas. Me parece que una vez más estamos poniendo puertas al campo y creando un problema que los alumnos no tienen. ¿Qué queremos ocultar?: la prostitución como actividad alegal, la vejación y esclavitud de la mujer y del hombre que se dedican a tales actividades, ¿queremos desenmascarar a los rufianes y proxenetas? Mucho me temo que no dejará de existir la explotación de la mujer por el mero hecho de que se anuncie o no en el papel prensa. Animo a que no se haga, pero sin hacerme ilusiones; hoy, como siempre, la publicidad sexista es recriminable, comienza por los perfumes y termina por los coches, en las vallas de las avenidas. Después pueden desembarcar en la publicidad en la red y en el comercio de pederastas. Sin duda en la escuela hay que hablar también de esto. A tiro fijo, el resto son pecadillos.

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