02 noviembre 2010

El juglar de sí mismo

La épica siempre ha servido para ensalzar las virtudes reales o ficticias del héroe, siempre se contaron mentiras buscando buenos o malos fines. Aquellos juglares siempre cantaban las hazañas de la mano protectora, alimenticia y su ejemplo siempre cundió. La iglesia pronto comprendió el buen oficio y supo adaptarlo a sus propias necesidades propagandísticas, fíjense sólo en nuestro Gonzalo de Berceo, aquel monje ajuglarado que puso su pluma vasco-castellana y sus habilidades con la cuaderna vía al servicio de distintos monasterios y sus advocaciones haciendo que en el Camino de Santiago riojano floreciesen aquellos lugares que él bien cantaba. También él mismo dio un par de pasos al frente adaptando sus Milagros de Nuestra Señora. Allí encontramos personajes que desde el punto de vista de cualquier código penal civilizado estarían condenados a fortísimas penas -en algunos países a la pena capital-: ladrones, asesinos, violadores?, eso sin hablar del derecho canónico, la abadesa encinta y otros ejemplos similares; pero recuerden que todos ellos eran profundos devotos de la virgen, fieles sin dudas, y por lo tanto, merecedores del perdón milagroso. Sutil propaganda para que los marginales enderezasen sus conductas, no por respeto a sus semejantes, sino por puro interés y miedo al infierno; una forma como otra de vender el producto. Con el tiempo esa épica dejó de ser resultona para públicos algo más cultos y otros subgéneros adquirieron mayor auge. Ya las biografías quedaban obsoletas como género de propaganda y llegaron las autobiografías más o menos maquilladas para mayor gloria del autor. El caso es vender la vida real o imaginaria del que suscriba los derechos de autor; cuando tal autobombo no se puede vender, hay que dosificarlo. Creo que es el caso de Sánchez Dragó y sus últimas intervenciones; el mismo autor que en una de sus primeras obras, Gárgoris y Habidis una historia mágica de España, de finales del 78, fue objeto de múltiples controversias; recuerdo haber escrito entonces una mala crítica, una reseña tan malintencionada de la obra que el editor -recientemente fallecido- con buen sentido la envió a la papelera. Mi malestar, mi cabreo, fue muy grande pues consideraba injusto que en unos momentos en los que teníamos que empezar a saber la verdad sobre la historia de España nos empezasen a vender versiones mitológicas para que nos quedásemos pasmados ante Gerión, por estas tierras, y ante Gárgoris y su hijo Habidis, fruto de la relación de padre e hija para fundar Tartessos, Andalucía, España. Pues bien, el bueno de este culto protagonista que no alcanzó nunca las mieles del éxito editorial y no ha tenido más remedio que ir de mártir por el mundo allá donde le llamaron como autoentrevistador en los programas literarios que le encomendaron y como buen censor de todo lo que le molestaba, hoy tiene la suerte de ser empleado y tener como valedora a Esperanza Aguirre. Precisa vender un libro de reciente publicación y, después de demostrar que se autoplagia en el episodio de las dos chicas japonesas, dice y se desdice continuamente con tal de que hablen de él. Mucho me temo que actúa como juglar de sí mismo, no tanto de sus hazañas bélicas, cual Fernán González, sino como poderoso atleta sexual y objeto de culto; pero seguramente no es más que la vieja historia de este país, la del parchís, como una y cuento veinte. Tan grave me parece el caso de Pérez Reverte, insigne académico que, a pesar de que el grupo editorial más importante del país le malbarata sus libros en los quioscos, no puede evitar sus chacaladas machistas y egocéntricas para tratar de vender lo que tiene a precio de mercado en las librerías a costa de mercadear con las emociones ajenas, aunque sean las del buen ex ministro Moratinos. Otro juglar de sí mismo.

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