20 mayo 2008

No le saludan por la calle

Veinte años no es nada, todo sigue igual. Sólo hace más o menos esos veinte años supe de la existencia de un sinvergüenza con los ojos saltones, la mirada sucia, la sonrisa libidinosa, el aspecto repulsivo y un actuar baboso impropio de cualquier ser humano; tal ejemplar se ganaba la vida -digamos que cobraba un sueldo- enseñando gimnasia hasta que fue denunciado por sus alumnos; sí, por sus alumnos; pero, sobre todo, por sus alumnas. La acusación fue bien simple, el individuo tenía siempre las manos dispuestas para ayudarlas, a ellas nunca a ellos, a dar volteretas, hacer pinos y demás frivolidades de la disciplina aunque no fuese menester. El proceso de la denuncia no fue fácil; clandestinamente ellos y ellas convocaron a un profesor de su confianza al que contaron, entre las lágrimas de ellas y el apoyo testimonial y sincero de ellos, lo que estaban sufriendo: sus acosos y sus humillaciones. Lo hacían con ese sentimiento de culpa propio de la educación católica, ellas eran las Evas responsables de la desgracia del género humano, las tentadoras, las culpables del pecado. Nunca podrían salir a la luz como víctimas de la violación de la que estaban siendo objeto, no podrían aparecer en sus casas, ni siquiera ante sus madres, contando que un delincuente les tocaba el culo impunemente. Lo que estaban confesando era absolutamente privado y secreto, lo negarían en cualquier otro lugar y ante cualquier otra persona. Estaban dominadas por ese sentimiento de culpa superior a cualquier deseo de venganza, a cualquier ansia de defensa. Su resignación dejaba sin salida cualquier resolución justa de la injusticia. Se negaron rotundamente a la denuncia pública, pero de alguna manera demandaban una recompensa privada, latía en ellas la necesidad de dejar de ser objetos, hoy son madres, y por esa razón buscaron ayuda. El ejemplar presunto culpable -presunto porque nunca pudo ser juzgado como se merecía- pasó por el trance de una, digamos, tensa y violenta entrevista privada con un compañero, en un despacho cerrado, tras la cual dejó de dar clase de gimnasia y al curso siguiente explicó matemáticas. Creo que ni trató de justificarse, ni de disculparse, ni de considerarse víctima de las armas de mujer; faltaría más, sabía perfectamente que su responsabilidad era notoria y que sólo le faltaba dar un paso al frente para declararse absolutamente culpable de sus actos. Sus alumnas no le saludan por la calle. Los tiempos han cambiado, pero tampoco se crean que hayan cambiado tanto, en este país tomatizado muchas mujeres siguen igualmente sumisas, no tan indefensas porque la ley las protege mejor, sino con la autoestima por los suelos, con su anhelo de ser felices amas de casa, dejando sus derechos personales al libre albedrío de cualquier energúmeno que tiene el cerebro entre las piernas. Si no nos importa que se objete de la Educación por la Ciudadanía porque en ella se habla de estas cosas, si no nos importa que un juez comprenda pero no comparta que un fulano mande a su mujer al otro barrio, va a ser mejor apagar la luz y cerrar la puerta.

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