24 octubre 2006

Cada uno debe saber dónde pone el bolígrafo

Lo del piso marbellí, al señor del bigote, se lo perdonará todo el mundo, porque a fin de cuentas el que esté libre de pecado que tire la primera piedra y después peque. Sin embargo comprueben cómo en la Suecia recién abandonada por los socialdemócratas después de las últimas elecciones y nada más formado el nuevo gobierno conservador, un par de ministras han de abandonarlo por lo que aquí se trataría de tonterías, como no haber pagado un ridículo impuesto, que en los países serios se paga, por tener televisores y así no sufrir publicidad en los canales públicos. Las buenas de las señoras hacían trampas que podrían alcanzar los cincuenta euros al año. Mírense al espejo. No es que tenga una especial admiración por esos ciudadanos protestantes del norte de Europa; pero, cuando aparece alguna de estas noticias, siempre me acuerdo de que un profesor de mi bachillerato contaba que a los alumnos suecos se les podía dejar solos en los exámenes, que no había que vigilarlos para que no copiasen; ellos sabían que no había que copiar y por eso no lo hacían. Yo no entendía nada, mis compañeros tampoco; compañeras no tenía. Todos, más o menos, hacíamos lo que podíamos con aquellas listas interminables para memorizar. Los exámenes siguen incomodando, un amigo, que tiene la costumbre de abrir el curso de sus alumnos quinceañeros con la lectura de un artículo que habla de un examen, me cuenta que les da la oportunidad de escribir sobre eso, sobre las pruebas escritas, sin pie forzado, sin obligarles a nada y que comprueba que la mayoría se lamenta del estrés, de los agobios previos, del déficit de estudio previo, de las inseguridades personales, pero también ve que cada vez son más los que anónimamente se lamentan de la minoría que abusa, que se aprovecha del recurso a la chuleta y al cambiazo, pero que no es alcanzado por el brazo duro de la ley. Se les tacha de malos compañeros. (...)

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