15 diciembre 2009

Robar un libro: valor y precio

Begoña a los 16 de vez en cuando se acercaba por aquella librería de pititas y pirulas con pellejos que preguntaban cursiladas y compraban los libros, ya dedicados, que les hiciesen juego con las cortinas; de donsegundos, orondos abogados a la búsqueda de sus encargos que pagaban con favores y nunca en metálico; de donluises, viejos profesores muertos de hambre, que buscaban alimento, novedades contándose las monedas en el bolsillo, con más ganas que recursos para poder llevarse todo lo que les sería útil, lo que les haría felices por un ratito de lectura de poesía permitida o de novela tolerada, que siempre compartiría, que divulgaría, que terminaría siendo vitamina y propiedad de sus discípulos cuando se viese obligado a volver a cambiar de domicilio. Allí es donde a Begoña le entraban las ganas de llevarse lo legalmente ajeno, sólo había unos espejos fácilmente eludibles en momentos de aglomeración -los vigilantes de seguridad eran ciencia ficción- allí y entonces era cuando se apropiaba de los volúmenes de bolsillo. Su compañero Emilio era el encargado del cineclub que permitían celebrar aquellos frailes; tenía que recoger los rollos de películas de alquiler en la Renfe en un saco lleno de latas que casualmente coincidían con el tamaño de los LP. Una vez vaciadas eran muy útiles para ir a la tienda de discos del progre rico local y hacerse con las últimas novedades de free jazz; corrían de plato en plato hasta que llegaron las cintas de casete e hicieron la difusión más fácil. Eran objetos de alto valor y de mucho precio. Nadie le concedía el rango de acciones revolucionarias antisistema, pero esos objetos sólo podían estar a su alcance por la vía del consumo y no había otra vía de acceso. Ni Begoña ni Emilio tolerarían el plagio, la copia de la propiedad intelectual, la acción con auténtico dolo del poderoso que se atreve a atracar la propiedad del desconocido, fusilarle ideas y contenidos quedándose tan ancho, que saldría en la prensa una temporada, se defendería con más mentiras, contra la palabra de un paria, no hace falta poner ejemplos ahora porque están los más recientes en la mente de todos, pleitos interminables en los que ya termina la vida del ladrón y el robado sigue defendiendo su obra. Ahora parece que el robo es que Begoña y Emilio intercambian archivos informáticos en la Red que contienen música y cine, obras de mucho valor y mucho precio, pero la conclusión parece bastante obvia, un objeto puede ser muy valioso, pero su precio puede ser escaso si se deja al alcance de todos. Una canción o una película seguramente tienen un altísimo valor, unos costes empresariales de producción considerables, unos beneficios que todos los que intervienen en su producción quieren obtener, es decir, son objeto de alto valor y de altísimo precio, protegidos por la ley y que como las paletas de ibérico, no se pueden coger y llevar a casa porque te da la gana. Pero si te ofrecen la posibilidad de compartir su uso, no te pueden decir que es ilegal simplemente, ya no hay guardias jurados de la web, entras, coges y te vas sin pagar el precio altísimo de la etiqueta por un objeto de valor. Seguramente los propietarios de ese valor intelectual y sus productores tendrán que buscar otras formas de obtención de recursos económicos, el creador tendrá que proletarizarse y el intermediario calcular el riesgo de vivir de la venta de copias de algo que no es suyo.

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