09 febrero 2010

Domínguez, el empresario sin romanizar

No sé muy bien la razón que lleva a todo bicho viviente, hablante o escribiente a meterse con algunos personajes que sólo dicen lo que piensan porque les ampara un manojo de leyes y estatutos. Son ciudadanos de pleno de derecho a los que no se debe desear ningún mal por el único delito de decir que la realidad es o ha de ser como a ellos les guste; seguro que muchos de ustedes tienen una visión del mundo distinta, pero de ninguna de las maneras ninguno de ustedes tratará de imponérsela a nuestro protagonista. Ahora bien, destapemos todas las cartas y seamos francos ¿verdad que el diseñador no está solo?, a buenas horas, si fuese un bicho raro, se hubiese arriesgado a sostener sus respetables tesis esclavistas ante la elite del empresariado, sabía que tenía un público entregado, forofos de sus prácticas -sólo que un poco más vergonzosos-. Él siempre fue un rompedor, un jovenzuelo emprendedor al que se le ocurrió arrugar las telas, no sé si antes o después de coserlas -quienes conocen mi percha y mi desaliño lo entenderán sin ningún problema- con todo éxito de público. Sólo se le puede poner una pequeña tacha a su currículo: es poco considerado con sus semejantes, y cuando digo semejantes ya no me refiero a sus siervas legales, las que gozaron de la benevolencia del amo y tuvieron un contrato de trabajo, aunque fuese precario, sino que pienso en las chavalas de los talleres clandestinos perpetrados en naves, en garajes, en sótanos ?agradables lugares en los que durante años se refugiaron del fracaso de una sociedad que no supo ofrecerles nada mejor. Tugurios clandestinos en cualquier lugar del mundo en el que se tejan, cosan o empaqueten sus prendas. Ha de saber el genio, esa especie de musa del nacionalismo en su momento, ese gallego universal, que desde todos esos lóbregos serrallos del hilo y de la aguja, se le maldice desde lo más íntimo de las entrañas. Vean su foto y verán su caricatura. Estudien su biografía y verán la realidad. No es un esperpento lo que se desliza tras sus declaraciones buscando la abolición de las leyes que rigen el mercado laboral, es la ley del deseo, la ambición de tantos y tantos como él; pero que son cobardes y lo niegan. Los que escuchan son los del quiero y no puedo, de buena gana externalizarían sus producciones, pero no saben; de mil amores recortarían nóminas, podarían plantillas, redactarían contratos laborales en una barra de hielo puesta a la lumbre. En resumen buscan abolir el Derecho, no sólo el derecho laboral con minúsculas que se ventila a diario en las conciliaciones y en las demandas por despido. Yo creo que tiene un conflicto de memoria y este ourensano quiere acabar con el Derecho Romano que reconocía ciertos derechos a los esclavos y deberes de los amos para con ellos. Recuerden que, para que nos romanizaran, se dice que el 138 a.C. Décimo Junio Bruto tuvo que cruzar el río Limia al frente a sus legiones; estaban amedrentadas, pensaban que se encontraban ante el río del olvido, que perderían la memoria si lo cruzaban. ¿Habrá perdido la memoria o está sin romanizar?

No hay comentarios: